Esta semana y después de dos años y tres meses desde que comenzó la pandemia, mi familia recibió la notificación de la escuela de que mis hijos regresarán a clases presenciales todos los días de la semana durante el resto del año escolar. Todavía no puedo creer que hayan pasado más de 820 días desde que las escuelas cerraron.
Cuando reflexiono, pienso en todas las cosas que tuvimos que adaptar para seguir con la vida durante la pandemia. En educación, nos adaptamos a la educación a distancia cuando los recursos lo permitieron. En poblaciones privilegiadas, las adaptaciones consistían en el uso de plataformas para clases en línea. Donde los recursos no lo permitían, los docentes comprometidos utilizaban guías de trabajo, WhatsApp y lo que estuviera a su alcance para seguir enseñando. Nosotros, los padres, nos adaptamos para ser maestros de nuestros hijos y nos unimos a los maestros. A pesar del shock que nos provocó la pandemia, poco se innovó en materia educativa.
En este blog se han discutido muchas limitaciones que tenía la educación a distancia para lograr el aprendizaje. Todas las limitaciones, en mi opinión, se debían a una insistencia o necedad del gremio para intentar encajar soluciones virtuales para seguir haciendo las mismas cosas que sabíamos hacer en lugar de buscar respuestas o innovaciones para que los niños siguieran aprendiendo a pesar del confinamiento. Por ejemplo, las clases en línea con grupos grandes no funcionaron desde el primer día; sin embargo, fue la solución más frecuente en los colegios. Ha sido clara la evidencia de que los estudiantes necesitan un grupo pequeño o interacciones individuales con un tutor para que aprendan en modalidad virtual. A pesar de esto, muy pocas instituciones implementaron soluciones para satisfacer las necesidades de cada niño. El resultado fue que la pandemia también puso de relieve las terribles deficiencias de la educación y evidenció por qué los niños no han aprendido.
Pero ¿por qué no pudimos innovar la forma en que enseñamos? En este punto, es claro que, cuando volvamos a llenar las aulas, los niños volverán a lo mismo que tenían antes de que iniciara el confinamiento. Mi hipótesis es que no podemos innovar porque nunca tuvimos claro el objetivo de nuestra razón de ser como educadores, que era que los niños aprendieran, desarrollaran habilidades y crecieran cognitiva, física y emocionalmente. Pensamos que nuestro objetivo era únicamente seguir enseñando. Por eso, nos enfocamos en buscar la forma de hacerlo a distancia sin reflexionar, mucho menos cambiar, sobre lo que hacíamos.
No obstante, tendremos una nueva oportunidad cuando regresemos a la escuela. Será difícil porque recibiremos niños cuyas experiencias en la pandemia fueron muy diferentes y que, como consecuencia, cada niño logró aprender en diferentes niveles. El reto será demostrar que nuestros alumnos están alcanzando las competencias para su edad o al menos que están en camino de lograrlo. Por consiguiente, las escuelas deben innovar y asegurarse de que los estudiantes que se rezagaron puedan ponerse al día y continuar aprendiendo.
Para innovar es preciso valerse de datos de la escuela. El uso de datos escolares es un recurso poderoso para planificar intervenciones para el aprendizaje. Intentaré explicarme en las siguientes líneas.
Los datos escolares pueden provenir de diferentes fuentes. En primer lugar, las escuelas registran datos demográficos de los niños que nos ayudan a conocer a sus familias, dónde viven y algunos datos de su salud. Luego, están los datos que provienen de cuestionarios. Estos nos permiten explorar diferentes temas, generalmente relacionados con factores asociados con el aprendizaje; por ejemplo, el estatus socioeconómico y las oportunidades extracurriculares para aprender, entre otros. Por último, están los datos relacionados con aprendizaje, que provienen de evaluaciones formativas y sumativas que los profesores realizan en sus aulas, o bien, de evaluaciones externas del aprendizaje de los estudiantes.
Sin embargo, el poder de los datos no está en su recolección o almacenaje, ni siquiera en la capacidad de describirlos o visualizarlos en formas sofisticadas. El verdadero poder de los datos está en su uso oportuno. Una metodología para ayudar a las escuelas a reflexionar sobre los aprendizajes de sus estudiantes y actuar para mejorarlos a través de reconocer los factores asociados a dichos aprendizajes son las teorías de acción. Esta metodología, además de reflexionar sobre la evidencia proveniente de datos, empodera a los miembros de la escuela para actuar en beneficio de mejorar las competencias de los estudiantes a través de los recursos humanos y materiales de la escuela. La mayor ventaja de esta metodología es que permite que los actores de la escuela determinen claramente las metas de aprendizaje de sus estudiantes, lo que en sí mismo constituye la mitad del camino ganado en vías de mejorar.
Finalmente, la práctica de usar datos en las escuelas se convierte en una cultura de mejora con base en evidencia. Al final del día, mejorar también tiene que ver con una mentalidad de crecimiento. Se trata de creer que todos pueden aprender y que siempre hay una mejor manera de hacerlo. Se trata de una visión y de volverla realidad porque tengo evidencia que fundamenta cómo.
Si eres líder escolar y quieres conocer sobre cómo implementar una teoría de acción en tu institución, contactame aquí. Hagamos equipo y sigamos trabajando por mejorar la calidad educativa!